Segunda mitad del XIX: Offenbach y la opereta
En la década de 1850, dos nuevos teatros trataron de romper el monopolio de la música teatral en la capital que ejercían el «Théâtre de l'Opéra» y el «Théâtre de l'Opéra-Comique»: el primero fue el «Théâtre Lyrique» —abierto de 1851 a 1870, y en el que en 1863 Berlioz vio la única parte de Les Troyens que se interpretó en su vida— y al que se unió en 1855, el «Théâtre des Bouffes Parisiens». Berlioz no era el único descontento con la vida operística de París hacia mediados del siglo XIX, ya que Jacques Offenbach (1819-80) también encontraba que la «opéra-comique» francesa contemporánea ya no ofrecía espacio alguno para la comedia. Offenbach, alemán nacido en Colonia, se trasladó con su familia a París a los 14 años, y tras ser admitido en el Conservatorio, debió de dejarlo por necesidades económicas, empleándose como cellista en la orquesta de la opera cómica —llegó a ser un gran virtuoso, que dio conciertos con Antón Rubinstein, Liszt, Mendelssohn y Flotow— y en 1850 llegó a ser director del «Théâtre Français». Con ocasión de la Exposición Universal de París (1855), obtuvo la licencia para programar breves piezas en un único acto, conocidas como «musiquettes», con dos o tres pocos cantantes, arrendando un pequeño teatro existente en la rue Monsigny, al que llamó «Théâtre des Bouffes-Parisiens». Se inauguró el 5 de julio de 1855, bajo la dirección de Offenbach, con su «bouffonerie musicale» Les deux aveugles, una pieza que sería la primera de muchas, todas llenas de farsa y sátira.
Enseguida trasladó el teatro a otro mayor, situado en la rue Monsigny/Passage Choiseul y en 1858 consiguió que las restricciones del permiso fuesen suprimidas. En ese momento Offenbach intentó crear una obra más ambiciosa, Orphée aux enfers («Orfeo en los infiernos»), que sería el primer gran trabajo de un nuevo género, la opereta, que junto con Florimond Hervé contribuyó a crear. Orphée era a la vez tanto una parodia de las rimbombantes tragedias clásicas como una sátira sobre la sociedad contemporánea. Su increíble popularidad llevó a Offenbach a seguir componiendo más operetas, hasta un número superior a 100, entre las que destacan La Belle Hélène (1864), La vie parisienne (1866) y La Périchole (1868).
Al final de su vida se embarcó en la que será su composición para la escena más compleja: Les contes d'Hoffmann (1881), una ópera seria de género fantástico que trata sobre la vida del poeta y cuentista E.T.A. Hoffmann, que ya viejo y desganado, muestra al artista romántico, bohemio, borracho, soñador, al que los contratiempos impiden siempre lograr sus objetivos. Es una obra en tres actos, más un prólogo y un epílogo. El libreto de Jules Barbier, está basado en una obra que el propio Barbier y Michel Carré habían escrito sobre tres de cuentos de Hoffmann —Der Sandmann, Rath Krespel y Das verlorene Spiegelbild—, siendo el mismo Hoffmann un personaje de la ópera, como él mismo solía hacer en muchas de sus historias.
Offenbach solía fijar la partitura final después de estrenar las obras y realizar las modificaciones que su rodaje público aconsejaban. La primera representación se hizo con diálogos completos en el Teatro de la Gaite. La gaité quebró y Offenbach cedió los derechos para la Opéra-Comique, pero en este teatro era tradición que los diálogos fuesen en prosa, con cantantes de otro tipo, debiendo de adaptar la obra. Había completado la partitura para piano y orquestado el prólogo y el primer acto. Ernest Guiraud finalizó la orquestación, alterando algunos números. La obra sufrió a lo largo de sus representaciones numerosas adaptaciones, recreaciones e intentos de fijar la partitura final. No obstante, la aparición en 1993 de 100 páginas del manuscrito completo dio lugar a una nueva reconstrucción de la obra.
Barcarola de " Los cuentos de Hoffmann " de Offenbach. Cantan Elina Garanca y Anna Netrebko. Prague Philharmonia, dirigida por Emmanuel Villaume.
Barcarola de " Los cuentos de Hoffmann " de Offenbach. Cantan Elina Garanca y Anna Netrebko. Prague Philharmonia, dirigida por Emmanuel Villaume.
Gounod y Bizet
Una creciente generación de compositores de ópera francesa apareció a a mediados de siglo en Francia, encabezada por Gounod y Bizet y a los que seguirán Thomas, Delibes o Saint-Saëns, autores todos que aunque no tan innovadores como Berlioz, si eran muy receptivos a las nuevas influencias musicales y estaban muy atentos a los temas literarios en boga para elegir sus libretos.
Charles Gounod (1818-93) supuso una verdadera renovación de los argumentos de la ópera francesa. Tras una época en que siguiendo a Meyerbeer se daba importancia a los temas políticos y colectivos, se dio paso a los personajes individuales, y las emociones personales pasaron a ser el hilo conductor y las verdaderas protagonistas tanto de la música como del escenario. Gounod fue un esplendido melodista —que caracterizaba no solo a los personajes principales sino también a muchos secundarios y que incluso en los recitativos incluía muchas ideas melódicas— y exigió de la orquesta una instrumentación mucho más detallada que la habitual hasta ese momento en los teatros de ópera. Tras algunas obras estrenadas sin demasiado éxito —Sappho (1851), La Nonne Sanglante (1854) y Le Médecin malgré lui (1858)— el éxito le llegó con Faust (1859), basada en el drama de Goethe, que fue estrenada en el «Théâtre Lyrique» y que diez años más tarde fue repuesta en el «Théâtre de l'Ópera», iniciando una brillante carrera por todos los teatros europeos. Siguió componiendo, pero con menor fortuna —Philémon et Baucis (1860) La Colombe (1860), La Reine de Saba (1862)— y volvió a tener éxito con Mireille (1864), basada en la épica provenzalde Frédéric Mistral, y Romeo y Juliette (1867), de inspiración shakespeareana. Siguieron un largo periodo de inactividad operistica y tras unos cuantos intentos —Cinq-Mars (1877), Polyeucte (1878) y Le Tribut de Zamora (1881)— abandonó el género para dedicarse a la música religiosa.
Georges Bizet (1838-75), gran amigo de Gounod, se acercó desde muy joven al género operístico, componiendo varias «opéras-comiques», como Le Docteur Miracle (1857) —que fue primer premio de un concurso convocado por Offenbach para el «Théâtre des Bouffes Parisiens»— o Don Procopio (1859), L'amour peintre (1860) y La guzla de l'Émir (1862), todas ellas enviadas desde Roma, tras haber logrado el autor el codiciado Premio de Roma. Su primera verdadera ópera, Les pêcheurs de perles (1863), fue estrenada con poco éxito en el «Théâtre Lyrique», éxito que tampoco logró con La jolie fille de Perth (1867). El público desconfiaba de lo que le parecía ya una influencia wagneriana perniciosa, que se manifestaba en el uso de algunas armonías y «leitmotivs». Bizet, decidió dar un giro en su acercamiento a la escena y apostó por una mayor naturalidad y libertad melódicas, presentes ya en Djamileh (1872) y Don Rodrigue (1873), pero que se manifiestan de forma acabada en su mayor triunfo, Carmen (1875). Escrita para el «Théâtre de l'Opéra Comique», Carmen fue estrenada el 3 de marzo de 1875, con poco éxito ya que los primeros críticos y el público fueron sorprendidos por la poco convencional mezcla de pasión romántica y realismo. Bizet, que murió solo tres meses más tarde, no pudo saborear el triunfo que cosecharía la obra, que ha llegado a ser el mejor exponente de la ópera francesa del siglo XIX y quizás la más famosa de todas las óperas francesas. Para el estreno de la obra en Viena, hubo que modificar las partes habladas, propias de la ópera cómica, por recitativos y de ello se encargó también Ernest Guiraud. Esa fue la versión que alcanzó fama y la que se estrenó en todos los teatros del mundo (solo a partir de una versión de 1949 se recuperará la versión hablada, y ahora ambas se programan por igual).
La obra ha sido analizada en muchas ocasiones para entender qué características la hacen tan especial, en un intento de comprender los valores sustantivos del género. La conclusión a que han llegado casi todos es que se dan varias cuestiones que individualmente apenas dicen nada, pero que en conjunto le dan el verdadero valor a la obra: el libreto, considerado por algunos como uno de los mejores libretos de la historia, está firmado por Ludovic Halévy y Henri Meilhac y se basa en la novela homónima de 1845 de Prosper Merimée, pero no tiene diferencias con muchos otros que no tuvieron éxito: los autores eran excelentes libretistas y la obra literaria en que se basaron era de gran calidad, pero otros libretos, incluso de los mismos autores, también lo fueron sin éxito; el tema, de ambiente español y que permitió a Bizet dar rienda suelta a su vena españolista, tampoco justifica nada ya que otras obras de ese tipo fueron consideradas «turcadas», «españoladas» o «exotismo de pacotilla»; la coherencia y lógica del libreto, que aunque buenas tampoco parecen razones, ya que, por ejemplo, en la escena en «un lugar salvaje de la montaña» aparecen no solo contrabandistas, si no muchos otros personajes —como la prometida y siempre buena «Micaela» o el torero y chulesco «Escamillo»— y convierten la montaña en un sitio demasiado transitado; la naturaleza equivoca de algunos personajes, como Don José, joven provinciano e ingenuo que se va maleando y acaba matando a Carmen, a su vez personaje también esquivo, gitana sin prejuicios cuya seducción conduce al delito y al crimen, primera mujer fatal de la ópera —a la que seguirán «Elektra» o «Lulú»— y prototipo que no desentona del muy español «Don Juan»; la tesitura poco habitual del papel principal, una contralto (o mezzo-soprano), cuando habitualmente los papeles principales se reservaban para sopranos, pero eso ya había sido frecuente en muchas obras rossinianas y un par de años más tarde Saint-Saëns mismo lo usaría en el personaje de Dalila de Sanson et Dalile; la circunstancia histórica que la obra habría sabido muy bien aprovechar, un momento de cierre de una etapa antigua, en que la ópera estaba dominada por dos gigantes como Verdi y Wagner y en que se entreabría una nueva época, la verista, que emprenderán con gran éxito Puccini, Mascagni o Leoncavallo. Nada hay en la obra que pueda señalarse como distintivo pero todo lo anterior hace que la partitura de Carmen sea señalada por muchos como la «ópera por excelencia».
El nuevo «Palais Garnier»: último cuarto del XIX
En 1875 se culminó la construcción de un nuevo teatro de ópera para la capital, una gran obra que había comenzado en 1858 cuando Napoleón III autorizó el derribo y ocupación de más de 12.000 m2 de viejas edificaciones. El concurso para el nuevo edificio, que se quería fuese todo un emblema del Segundo Imperio, fue ganado por un joven arquitecto, Charles Garnier, con un proyecto de estilo neobarroco. Las obras comenzaron en 1862 y fueron muy accidentadas, con muchos incidentes técnicos —aparición de aguas subterráneas y cuevas que dificultaron mucho las labores de cimentación — y otros derivados de los complejos acontecimientos políticos del momento —Guerra Franco-Prusiana, caída del Segundo Imperio y Comuna de París de 1871—. De hecho, una circunstancia fortuita dio el impulso político para que se finalizasen las obras: la noche del 28 al 29 de octubre de 1873, un incendio que duró 27 horas, destruyó totalmente el hasta entonces «Théâtre National de l’Opéra», que desde 1820 estaba en la rue Lepetier.
París no podía quedarse sin teatro de ópera. Las obras se aceleraron y, finalmente, el nuevo «Palais Garnier» fue oficialmente inaugurado el 15 de enero de 1875, con el nombre «Académie Nationale de Musique - Théâtre de l'Opéra». Fue una espléndida ceremonia a la que asistieron el presidente de la III República, Patrice de Mac-Mahon, la familia real española, el lord-maire de Londres, el burgomaestre de Ámsterdam y casi cerca de 2000 invitados llegados de toda Europa.
La celebración incluía la representación del tercer acto de La Juive, de Halévy, varios extractos de Les Huguenots, de Meyerbeer, y un Divertissement presentado por la compañía de ballet, representado por el maestro de ballet Louis Mérante, que consistió en una recreación de la célebre escena «Le Jardin Animé», del ballet Le Corsaire (1856), con música de Léo Delibes y coreografía de Joseph Mazilier. El nuevo teatro será el marco adecuado que necesitaba la capital, ya en ese momento considerada la capital cultural del mundo, la Ciudad Luz que a finales de siglo verá una tradición vanguardista sólidamente establecida, con poetas como Mallarmé, Verlaine y Rimbaud o pintores como Gauguin, Seurat y Cézanne que derribaron los principios del realismo del siglo XIX. En el último cuarto de siglo, la ópera también tendrá un papel destacado y tendrá de nuevo una etapa de florecimiento y muchos autores y obras de este período lograran fama internacional.
Ambroise Thomas (1811-96) había estrenado ya muchas obras, con éxito, pero sin conseguir que ninguna de ellas se mantuviese en el repertorio: La Double Échelle (1837), le valió elogios de Berlioz; Le Caïd (1849), una opereta brillante, tuvo mucho éxito (y gracias a ello Thomas fue acogido triunfalmente en la Académie des Beaux-Arts en 1851, aplastando a Berlioz que no obtuvo ni un solo voto); Le Songe d'une Nuit d'Été (1850), una fantasía dramática, fue bien acogida; Raymond, ou Le secret de la reine (1851), contenía una obertura que se hizo muy popular en su día; Le Roman d'Elvire (1860), también tuvo buena acogida.
Mediada ya la cincuentena le llegó el éxito, tras una acogida inicial algo titubeante, con su ópera Mignon (1866), con un libreto basado en la novela de Goethe, Wilhelm Meisters Lehrjahre (1795), firmado por Jules Barbier y Michel Carré, autores de algunos de los mejores libretos de la ópera romántica francesa (como Faust y Roméo et Juliette, de Gounod; Les contes d'Hoffmann, de Offenbach:; y las propias obras de Thomas). Desde ese momento, Thomas accedió al status de compositor mayor. En 1894, Mignon había sido representada más de 1000 veces solo en la Opéra-Comique y había sido presentada en todos los teatros de ópera de Europa. Su siguiente obra, Hamlet (1868), basada en la tragedia de Shakespeare, le consagró internacionalmente. La música de Thomas no se adaptaba muy bien al tema, pero la obra esconde algunos de los mejores pasajes musicales escritos por el compositor, en especial la escena de la explanada, todo el papel de Ofelia y el ballet, particularmente brillante. La interpretación que en el estreno hicieron Jean-Baptiste Faure y Christine Nilsson contribuyó mucho al gran éxito de la obra y Thomas fue el primer músico en recibir, de manos de Napoléon III, la distinción como Commandeur de la Légion d'honneur. Aún hoy, Hamlet tiene la consideración de tener uno de los mejores papeles para barítono de toda la historia de la ópera.
Léo Delibes (1836-91) llevó siempre una especie de doble vida, ocupado a diario como organista, pero siendo también un refinado hombre de teatro. Obtuvo varios puestos de director de coro, primero en el Théâtre-Lyrique y, desde 1864, en la Opéra, donde adquirirá gran fama tras estrenar dos exitosos ballets que, aún hoy, forman parte del repertorio: Coppélia (1870) y Sylvia (1876). Aunque ya había abordado el género operístico —Le boeuf Apis (1865) y La cour du roi Pétaud (1869)— su gran fama le permitió acometer grandes obras, como Le roi l’a dit (1873),Jean de Nivelle (1880) y su gran éxito, Lakmé (1883) (póstumamente se estrenó su última obra,Kassya, 1893). La exuberante y orientalizante Lakmé, estrenada en la Opéra-Comique en 1883, narra el amor imposible en la India del siglo XIX de un oficial británico y la hija de un sacerdote de Brahma. Contiene, entre muchos números deslumbrantes, el famoso número de lucimiento para soprano de coloratura conocido como la «Scène et légende de la fille du paria», llamada «Air des clochettes» (Canción de la campana): «Où va la jeune Indoue?» y el Dueto de las flores, con la bellísima «Dome épais le jasmin».
Camille Saint-Saëns (1835-1921), del que Wagner llegó a decir que era «el más grande compositor francés vivo» tuvo muchos problemas para estrenar su primera ópera, Le Timbre d’argent (1864-77). No fue la primera de sus obras en ser presentada al público, honor que le cupo a La Princesse jaune (1872), estrenada en la Opéra-Comique, con bastante éxito. En 1877 finalizó su tercera ópera, Sansón y Dalila, con libreto de Ferdinand Lemaire, una historia bíblica que no fue bien acogida por sus allegados cuando les tocó las partes ya escritas. Solo tuvo el apoyo de Liszt, que le consiguió una producción de la obra para Weimar a finales de ese mismo año, lo que animó a Saint-Saëns a completar la obra. Liszt mismo dirigió el estreno con gran éxito y al mismo asistió su gran amigo, Gabriel Fauré; luego se representó en Colonia, Hamburgo, Praga y Dresde. Sin embargo, la obra no se estrenó en Francia sino hasta doce años más tarde, y extrañamente, no en París, sino en Ruán: una de las causas fue el rechazo que sentía el público francés por los temas bíblicos. Sólo cuando ya había sido ofrecida en una docena de ciudades de provincias, pudo oírse en 1890, al fin, en el Teatro Eden de París. Esta ópera, que tiene un marcado formato musical de oratorio, llegó a ser una de las obras más conocidas de Saint-Saëns y durante mucho tiempo se mantuvo en el repertorio. Saint-Saëns siguió componiendo óperas casi hasta su muerte, aunque nunca logró repetir el gran éxito de Sanson: Étienne Marcel (Lyon, 1879), Henri VIII (1883); Ascanio (1890); Phryné, opera cómica (1893), Déjanire (Montecarlo, 1898); Les Barbares (1901); Parysatis (Béziers, 1902); Hélène (Montecarlo, 1904) y L’Ancêtre (Montecarlo, 1906).
" Mon Coeur S'Ouvre a Ta Voix " de la ópera " Samson et Dalila " (Camille Saint-Saëns)
" Mon Coeur S'Ouvre a Ta Voix " de la ópera " Samson et Dalila " (Camille Saint-Saëns)
El compositor de éxito más duradero de la época fue Jules Massenet (1842-1912) que compuso más de cuarenta óperas, abordando todos los géneros —«grand opéra», drama histórico, farsa, opéra-comique— y argumentos —bíblicos, históricos, mágicos, caballerescos, mitológicos— en un estilo característico, nada innovador pero de una gran eficacia, suave y elegante, en el que que supo sacar partido a sus grandes dotes teatrales y a su habilidad melodística y maestría orquestadora. Tras haber compuesto más de 20 óperas, de las que solo Le roi de Lahore (1877) y Hérodiade (1881) tuvieron una cierta repercusión, el éxito le llegó plenamente con Manon (1884), según la novela Manon Lescaut de Abbé Prévost, su obra más popular.
Massenet siguió estrenando puntualmente hasta su muerte, obras como Le Cid (1885) —sobre la tragedia homónima de Corneille ambientada en España—; Werther (1892) —con libreto sobre «Les Souffrances du jeune Werther» de Goethe— que fue estrenada primero en versión alemana en Viena y un año más tarde en la Opéra-Comique, y con la que volvió a repetir un gran éxito; Le Jongleur de Notre-Dame (1902) —una historia milagrosa sobre una leyenda medieval del siglo XII, basada en la obra homónima de 1892 de Anatole France—, estrenada en Montecarlo; y, finalmente, Don Quichotte (1910) —inspirada en Le chevalier de la longue figure (1904), una obra teatral de Jacques Le Lorrain—, producción para la Opéra de Monte-Carlo, con el legendario bajo ruso Fedor Chaliapin en el papel principal.
Thaïs (1894), con un libreto de Louis Gallet basado en la novela homónima de 1890 de nuevo de Anatole France, narra la historia de la pecadora arrepentida y luego santa, Thais, y su ingreso en un cenobio egipcio del siglo IV. Con su soberbio solo de violín del Acto II «Méditation religieuse», conocido como «Méditation de Thaïs», es una obra muy célebre pero rodeada de una reputación diabólica, no conoció el éxito hasta pasados diez años de su estreno.
La influencia de Massenet es manifiesta en muchos compositores de ópera, por ejemplo, en los italianos Ruggero Leoncavallo, Pietro Mascagni, Giacomo Puccini o en la propia Pelléas et Mélisande de Claude Debussy. Aunque considerado en vida como el más importante compositor francés de ópera, a su muerte la mayoría de sus obras fueron consideradas sentimentales y anacrónicas, y solamente Manon y Werther han soportado los cambios en la moda musical y siguen aún hoy siendo ampliamente representadas.
Wagnerianismo francés y declive de la «grand opéra»
Los críticos musicales conservadores que habían rechazado a Berlioz detectaron una nueva amenaza en Richard Wagner, el compositor alemán cuya revolucionaria música teatral estaba causando furor y controversia en toda Europa. Wagner había atacado duramente el género enDas Judentum en der Musik (1850) y más concretamente en su largo ensayo Oper und Drama(«Opera y Drama», 1851). Cuando presentó una versión revisada de su ópera Tannhäuser en París en 1861, provocó tanta hostilidad que fue cancelada tras sólo tres ejecuciones. El deterioro de las relaciones entre Francia y Alemania sólo empeoró las cosas, y después de la Guerra franco-prusiana de 1870-71, había razones políticas y nacionalistas para rechazar la influencia de Wagner. Los críticos tradicionalistas utilizaban el término «wagneriano» como sinónimo de abuso de todo lo moderno en la música.
El aumento de la influencia de Wagner en la música y las ideas fue progresivo: compositores como Gounod y Bizet ya habían empezado a introducir innovaciones armónicas wagnerianas en sus partituras, y muchos artistas adelantados, como el poeta Baudelaire, elogiaban esa «música del futuro». Más adelante, otros compositores franceses empezaron a adoptar la estética wagneriana al por mayor en sus obras, en particular Vincent d'Indy (Fervaal, 1897), Emmanuel Chabrier (Gwendoline, 1886) o Ernest Chausson (Le Roi Arthus, 1903). Pocas de estas obras han sobrevivido, ya que eran demasiado imitativas y sus autores estaban tan abrumados por el ejemplo de su héroe, que a veces olvidaron preservar su propia individualidad.
El desprecio por el género de los partidarios de la ópera wagneriana coincidió con otras dos causas de más recorrido que llevaron al declive a la «grand opéra». Cada vez se componían menos obras nuevas de gran formato, con lo que el estilo pasó de moda y las nuevas producciones, que también exigían caros cantantes —Les Huguenots, por ejemplo, se conoce como «la noche de las siete estrellas» debido a su exigencia de siete grandes artistas—, cada vez eran más costosas y difíciles de amortizar. Eso significaba que económicamente eran las apuestas más arriesgadas y por ello las más vulnerables y a los compositores no les atraían como desarrollo de nuevo repertorio.
Coincidió además con la desaparición de muchas obras del género del repertorio, para dar paso a nuevas modas, como por ejemplo, las óperas de estilo verista. Está fue la causa de que perdieran su lugar primero en la Opéra de París (sobre todo cuando muchos de los montajes originales se perdieron en el incendio de 1873), aunque había otros teatros, como el «Théâtre de la Gaité Lyrique», que ya podían atraer a artistas de primera categoría y dar las viejas obras favoritas. La Juive fue representada de forma regular allí y, en 1917, se dedicó una temporada completa a las antiguas obras mayores, incluidas la ópera de Halévy La reine de Chypre.
El siglo XX
Debussy: Pelléas et Mélisande
Claude Debussy (1862-1918) tuvo una más ambivalente y, en última instancia, más fructífera, actitud ante la influencia wagneriana. Inicialmente abrumado por su experiencia de las óperas de Wagner —especialmente Parsifal—, más tarde trató de liberarse del hechizo de la «Old Wizard de Bayreuth». La única ópera de Debussy, Pelléas et Mélisande (1902) muestra la influencia del compositor alemán en el papel central dado a la orquesta y la completa abolición de la tradicional diferencia entre el aria y el recitativo.
Con un libreto de Maeternick De hecho, Debussy se había quejado de que había «demasiado cantado» en la ópera convencional y lo sustituyó por una fluida declamación vocal, amoldada a los ritmos de la lengua francesa. La historia de amor de Pelléas et Mélisande evita las grandes pasiones del Tristan und Isolde de Wagner en favor de un esquivo drama simbolista en que los personajes sólo expresar sus sentimientos indirectamente. El misterioso ambiente de la ópera se ve reforzado por la orquestación de una notable sutileza y poder sugestivo.
Hasta la I Guerra Mundial
Los primeros años del siglo XX vieron el estreno de dos óperas francesas más que, aunque no al nivel del logro de Debussy, lograron absorber las influencias wagnerianas sin perder el sentido de su individualidad. Se trata de Pénélope (1913), una austera obra de Fauré sobre el drama clásico y de Ariane et Barbe-bleue Bleue (1907), un drama colorista y simbolista de Dukas.
Gabriel Fauré (1845-1924) abordó no menos de diez proyectos de ópera antes de finalizar realmente uno, casi siempre debido a que no acababan de convencerle los temas. La música incidental para Prométhée (1900), un drama lírico con interludios hablados, tuvo un gran éxito y le permitió ensayar una nueva forma de acercamiento al género. Siete años más tarde, Fauré encontró un tema que le encantó y finalizó Pénélope (1907-13), un drama lírico. En ella da una solución personal al problema de la ópera post-wagneriana: Pénélope puede ser descrita como una 'ópera de canciones', ya que no hace uso ni del esquema clásico de arias con recitativo, ni tampoco de la melodía continua wagneriana, sino más bien una secuencia de cortos pasajes líricos, sin repetición, unidos por ariosos y, con menor frecuencia, recitativo llano, a veces sin acompañamiento. Pénélope por lo tanto, cumple el reto de mantener un equilibrio entre las voces y la orquesta, cuyo papel es importante porque proporciona un comentario sobre la acción a través de varios hilos conductores en la forma del Pelléas et Mélisande, aunque ambas obras no se parecen en nada. Al igual que Pelléas y Wozzeck, Pénélope supuso una solución original, pero como esas obras, no tendrá verdaderos sucesores. Sin embargo, Fauré sentía demasiado disgusto por los efectos teatrales para poder crear una obra popular y aunque Pénélope es una obra maestra, es una obra maestra de música pura.
Paul Dukas (1865-1935), además de compositor, fue un importante crítico que como tal había realizado el peregrinaje a Bayreuth en 1886 y 1889 y asistido en Londres a la representación del Ring en 1892. Dukas había reflexionado en profundidad sobre la ópera, estudiando a Gluck, Mozart, Beethoven y sobre todo, a Wagner. Dukas eligió un texto de Maeterlinck y comenzó la obra en 1899, dedicándose a ella durante casi ocho años. El estilo narrativo de Maeterlinck dio a Dukas libertad para el desarrollo sinfónico de una densa textura motívica. Un buen ejemplo de su técnica operística son las seis variaciones escénicas de un tema en el acto 1. Su elaboración armónica forman las notas fundamentales de una escala tonal y se corresponde, en la acción, con la apertura de seis puertas y el descubrimiento de seis tesoros de joyas. Otras formas musicales construidas de la misma manera se suceden en toda la obra. Tres preludios para orquesta anticipan la acción y el desarrollo motívico de cada acto. Giselher Schubert a este respectó comentó: «la idea de una partitura de ópera concebida sinfónicamente conduce a formas musicales autónomas, que están, sin embargo, íntimamente ligadas a la escena»". El estreno en 1907 de Ariane et Barbe-bleue supuso el reconocimiento internacional del compositor. Traducida al alemán ese mismo año, al inglés en 1910, al italiano en 1911, también se hicieron adaptaciones para efectivos más reducidos. El estreno en Viena en 1908, dirigido por Zemlinsky, despertó el interés del mismo Schoenberg y su círculo.
La crisis de entreguerras
Los géneros más frívolos de la «opéra-comique» y la opereta prosperaban aún, en manos de compositores como André Messager (1853-1929) y Reynaldo Hahn (1874-1947). De hecho, para muchas personas, luminosas y elegantes obras como estas representaban la verdadera tradición francesa, en contraposición a la «teutónica pesadez» de Wagner. Esta era la opinión de Maurice Ravel, que escribió sólo dos óperas breves pero ingeniosas: L'heure espagnole (1911), una farsa ambientada en España, y L'enfant et les sortilèges (1925), una fantasía ambientada en el mundo de la infancia en la que diversos animales y muebles toman vida y cantan.
Un grupo de jóvenes compositores, que formaron el grupo conocido como Les Six compartían la misma estética de Ravel. Los más importantes miembros de Les Six fueron Darius Milhaud, Arthur Honegger y Francis Poulenc. Milhaud fue un compositor prolífico y versátil que escribió en una variedad de formas y estilos, desde las Opéras-minutes (1927-28), ninguna de las cuales tenía más de diez minutos de duración, a la épica Christophe Colomb (1928), en que utiliza un enorme e inusual número de instrumentos así como una compleja parafernalia dramática, incluida una película para crear una fiel exposición del misticismo católico del poeta. Milhaud estaba muy influido por la riqueza textual de Claudel, como refleja en su obra La Orestíada. Otras óperas suyas como Ariadna, La liberación de Teseo y David, con texto de Boris Vian, no aportan a la escena francesa elementos dignos de consideración.
Un grupo de jóvenes compositores, que formaron el grupo conocido como Les Six compartían la misma estética de Ravel. Los más importantes miembros de Les Six fueron Darius Milhaud, Arthur Honegger y Francis Poulenc. Milhaud fue un compositor prolífico y versátil que escribió en una variedad de formas y estilos, desde las Opéras-minutes (1927-28), ninguna de las cuales tenía más de diez minutos de duración, a la épica Christophe Colomb (1928), en que utiliza un enorme e inusual número de instrumentos así como una compleja parafernalia dramática, incluida una película para crear una fiel exposición del misticismo católico del poeta. Milhaud estaba muy influido por la riqueza textual de Claudel, como refleja en su obra La Orestíada. Otras óperas suyas como Ariadna, La liberación de Teseo y David, con texto de Boris Vian, no aportan a la escena francesa elementos dignos de consideración.
Si bien una de las aspiraciones declaradas del suizo Arthur Honegger (1892-1955) había sido escribir «nada más que óperas», consideraba que el teatro lírico estaba en declive y que incluso podía desaparecer. Aún joven hizo algunos tempranos intentos —Philippa (1903), Sigismond (1904) y La Esmeralda (1907) y la inacabada La mort de Sainte Alméenne (1918)— antes de abordar su única otra ópera seria, Antigone (1924-27), una colaboración con Cocteau, con una traducción muy condensada, cuya musicalización fue innovadora por la ausencia de recitativos y su «incorrecta» acentuación de las palabras (que constante invertía la tradicional convención de la prosodia francesa, que trata la consonante de ataque como una anacrusa). El lenguaje musical y la propia forma austera del trabajo hicieron que no fuera bien recibida. Su colaboración con Paul Valéry sobre el melodrama Amphion (1929) le supuso un efímero éxito. Aunque mucho más restringido armónicamente que Antigone, muestra en su escritura melódica las mismas cualidades de distinción, aunque delatando claramente cuales eran sus influencias: Stravinsky. Sin embargo, la opereta que siguió, Les aventures del roi Pausole (1929-30), fue un tremendo éxito, con una primera producción en el Bouffes-Parisiens a la que siguieron más de 500 representaciones. La partitura es una mezcla de lo mejor de los estilos de opereta de Chabrier, Gounod, Lecocq, Messager y Offenbach, y tomó al público y a la crítica por sorpresa: las memorables líneas melódicas son la causa principal de su encanto, abandonadas ya las innovaciones declamatorias de Antigone. Su otro trabajo como compositor de operetas incluye una colaboración con Ibert en L'aiglon (1936-37). Honegger compuso mucho y frecuento muchos géneros, experimentando con una mezcla de ópera y oratorio en obras como Le roi David (1921) y Jeanne d'Arc au bûcher (Juana en la hoguera, 1938), o con el ballets en Anfión (1931) ySemíramis (1933-34), obras en las que el acento se pone más en el aspecto teatral que en el puramente musical.
Jacques Ibert (1890-1962) se inició en el género componiendo una ópera en 1921, Persée et Andromède, ou Le plus heureux des trois, que no fue estrenada hasta 1929. Contó como libretista con su cuñado Nino, con quien unos años más tarde hizo un intento de renovar la «opéra-bouffe» en Angélique (1926, estrenada en enero de 1927), que obtendrá un gran triunfo y le permitió estrenar su obra anterior. Compuso dos obras más —Le roi d'Yvetot (1927–8, estrenada en 1930) y Gonzague (1930, estrenada en Monte Carlo en 1931)— antes de abordar el género en compañía de su gran amigo Honegger. Con L'aiglon (1936, estrenada en Monte Carlo en 1937), Honegger e Ibert demostraron su capacidad de juzgar el espíritu de la época: compuesta cuando en Francia gobernaba el Frente Popular, el estilo de la ópera era lo suficientemente accesible para atraer al gran público, y al mismo tiempo, lo suficientemente sofisticado para no desilusionar a los admiradores de ambos compositores, quienes dejaron constancia de la plenitud de sus recursos técnicos. Ambos repitieron experiencia con Les petites cardinal (1937), una opereta basada en un argumento de L. Halévy que fue estrenada en París en enero de 1938. Ibert aún realizó una experiencia operística más, esta vez para la radio,Barbe-bleue (1943), una opéra-bouffe que fue su último acercamiento al género. Al igual que sus contemporáneos, como Poulenc, Milhaud y Henri Sauguet, Ibert siguió el ejemplo de Chabrier en un intento de reactivarlas virtudes francesas, melodías cortas de gran limpieza, tonalidad clara, texturas transparentes y frescura de inspiración.
Después de la II Guerra Mundial
Finalizada la II Guerra Mundial, las expectativas de la ópera como género eran sombrías: muchos teatros europeos habían quedado destruidos, las compañías se habían dispersado y había escasez de medios y elementos esenciales. Componer nuevas óperas parecía una pérdida de tiempo y durante unos años los compositores escribieron tan solo óperas de cámara, que resultaban baratas de producir, como The Rape of Lucrecia (1946), con préstamos del terso clasicismo de Stravinsky, el estilo neobarroco de Hindemith o las óperas cortas de "Les Six" del París de los años 1920. La técnica dodecafónica se asentó firmemente, particularmente en la música instrumental y componer obras escénicas dodecafónicas acabó por ahuyentar al público y que dejarán de hacerse nuevos encargos.
En este ambiente trabajó Poulenc, sin duda el compositor de ópera de más éxito del grupo de los seis y el que renovó la escena francesa, escribiendo alguna de las pocas óperas posteriores a la guerra que consiguieron una amplia audiencia internacional. Poulenc, a pesar de que llegó tarde al género con la comedia surrealista Les mamelles de Tirésias, una ópera bufa estrenada el 3 de marzo de 1947 en la «Opéra-Comique», sobre un libreto de Apollinaire, un drama-surrealista que lleva implícito el mensaje de la necesidad de que nazcan niños en Francia y del estímulo de «la libido» en las mujeres francesas, preocupación nacional que existe en Francia ya desde tiempos de Napoleón. La obra es de una inventiva y creatividad desbordante donde transcurren, vertiginosamente, una serie de escenas fundamentadas todas ellas en el absurdo, con personajes rayando en la locura.
En completo contraste, la mejor ópera de Poulenc, Dialogues de Carmélites (1956), esta vez sobre un libreto de Georges Bernanos y estrenada el 26 de enero de 1957 en la Scala de Milán (en mayo se presentó en París), es un drama de angustia espiritual acerca de la suerte de un grupo de monjas de un convento condenadas a muerte durante la Revolución francesa. La obra, de personajes casi exclusivamente femeninos, se resuelve en una serie de escenas de muy corta duración. La belleza del texto desnudo y su profundo sentido religioso, con una fusión perfecta y equilibrada entre música y palabra. Poulenc sigue simplemente, como Debussy, el antiguo principio de Monteverdi: «El estilo recitativo es cuando se habla cantando; el lírico es cuando se canta hablando». Schöenberg describe la obra como «une syphonie pour grand orchestre avec acompangement d'un voix de chant».
Su tercera y última ópera, La voix humaine (1958), una tragedia lírica en un acto para voz de soprano lírica y orquesta, sobre la famosa obra de Jean Cocteau, fue estrenada el 6 de febrero de 1959 en L'Operá Comique de París. La obra es un largo monólogo de cerca de 45 minutos, de gran patetismo, una conversación telefónica de una joven con su amante que la abandona. La angustia, la incertidumbre de la joven, las interrupciones y los silencios mientras el amante habla al otro lado del teléfono, el pensamiento de suicidio, la muerte final, dan una gran fuerza dramática a la obra.
Otro compositor después de la guerra en atraer atención fuera de Francia fue Olivier Messiaen, un hombre como Poulenc devoto católico. El drama religioso de Messiaen, Saint François de Assise (1983) exige enormes fuerzas orquestales y corales y dura más de cuatro horas. una obra de proporciones ciclópeas y refinamiento exquisito: San Francisco de Asís, culminación de la vida y obra del compositor; síntesis de sus profundas creencias; el interés permanente por el canto de los pájaros; su brillante color sonoro y la rica densidad del lenguaje musical.
En el último cuarto del siglo XX, la ópera francesa, a pesar de los esfuerzos artísticos y los avances tecnológicos, se tuvo que enfrentar a una gran crisis financiera. Como en la mayor parte de países las compañías francesas están ampliamente subvencionadas por el Estado, so riesgo de desaparecer (salvo en los Estados unidos, que viven del aporte de fundaciones privadas, empresas comerciales y generosos donantes). Sin embargo, Francia abordó la construcción de nuevos teatros de ópera, en especial la Opéra Bastille de Paris (1989) y la Opéra de Lyon, respondiendo al deseo de perfección acústica y a una estrategia político-cultural determinada que buscaba popularizar el género.
El perfeccionamiento de las técnicas de grabación, que permiten por vez primera una buena escucha de las obras en el domicilio, y el intento de amortización con películas, emisiones televisadas, videos y cds de las grandes producciones, han contribuido a la difusión mediática de la opera, aun así centrada en unas élites cultivadas, aunque cada vez más el género es tenido en cuenta por una burguesía intelectual.
René Leibowitz 3 óperas, La Rumeur de l’espace, Circulaire de minuit inédita, y Les Espagnois a Venise, ópera bufa, estrenada en 1970.
El siglo XXI
La escena operística francesa ha cambiado mucho a finales de siglo, con la apertura del Teatro de la Bastilla. Nuevos compositores como Philippe Manoury, estrenan obras como 60th Parallele (1997), ambientada en un aeropuerto en el que los pasajeros que esperan su avión deben esperar a que remita una tormenta de nieve y estrenada en el Théâtre du Châtelet o K... (2001), sobre El Proceso de Kafka, estrenada en la ópera de la Bastilla.
Uno de los últimos compositores de ópera franceses es Pascal Dusapin (1955), que ya ha logrado estrenar un buen número de obras: Roméo & Juliette (1989), Medea (1993), To Be Sung (1994), Perelà, Uomo di fumo (2003), y Fausto, the Last Night (2006), su última obra, en una noche y once escenas, estrenada curiosamente por la ópera de Lyon. La mejor acogida por la crítica fue Perelà, que con arias de apariencia belcantista de una belleza inexcusable, con estallidos orquestales y el rico timbre del clave, el órgano o la batería de jazz, consigue crear un clima misterioso de gran dramatismo. Y supone un clarísimo hito de la ópera de nuestros días en busca de sí misma. «No intentó reflexionar en particular acerca de la tradición del género ni reformularlo. Lo que me interesa de la ópera es, precisamente, la ópera. Es decir, las pasiones y la posibilidad de la música de reflejar esas pasiones» dice el compositor.
Otro autor que también logra estrenar es Philippe Fénelon, Le chevalier imaginaire (según Cervantes en el Châtelet, 1992), Salammbó (según Flaubert en la l’Opéra National de Paris, 1998) y Les Rois (según Cortazar en la Opéra National de Bordeaux, 2004), Faust (según Lenau en el Teatro del Capitolio de Toulouse, 2007) y la recientemente estrenada Judith (29 de noviembre de 2007).
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